Barbas Ortodoxas por Javier Montes de Oca

Monjes ortodoxos de Esfigmenu lanzan molotovs a los agentes de la policía griega

Teodoreto había servido en el ejército griego antes de ordenarse y contaba con suficientes conocimientos para regir la defensa a un asedio policial.

Teodoreto se despertó temprano aquel día. Como siempre, se puso de rodillas y oró un buen rato, esta vez meditando sobre la dura lucha que le estaba asignada.  Se acicaló la larga barba, se colocó sus hábitos y se encasquetó las gafas lo más hondo que su aguileña nariz le permitía. Luego, cerrando su Biblia con sumo cuidado se dirigió al comedor comunal donde algunos de sus hermanos monjes le esperaban ya, a la par que otros apenas se estaban levantando.

El anacoreta griego, conocido por sus ideas radicales, pertenecía junto con el resto de la comunidad a una secta vetada por la Iglesia Ortodoxa, precisamente por su fundamentalismo: Esfigmenu. Teodoreto y los casi cien sacerdotes ortodoxos habitan este monasterio enclavado en una pequeña península al norte de Grecia, llamada Ayion Oros y que cuenta con ciertos privilegios y cierta autonomía del gobierno heleno. Más bien como una especie de Ciudad Vaticana ortodoxa. El problema radica aquí: en que son considerados herejes por Bartolomeo I, el Patriarca de Constantinopla y máxima figura en el mundo ortodoxo griego, entre otras cosas por no seguir fomentando la enemistad que viene desde el siglo XI con la Iglesia Católica romana.

Pero a Teodoreto le da exactamente igual lo que piense Bartomoleo I de sus dogmas y de sus métodos, ellos no están dispuestos a recular ni un ápice. Ni siquiera, lo han hecho desde que el gran Patriarca dictara hace once años una orden de desalojo del Monasterio de Esfigmenu, para ser reemplazados por alguna otra orden sumisa al viejo turco entreguista. No, eso no lo permitiría. Primero, tendrían que sacarlos muertos de allí, antes que entregarse ni a las órdenes del viejo, ni a las del gobierno griego. Ni a las de nadie. ¡Y que no se le ocurriera a ninguna mujer horadar el suelo sacro de Esfigmenu o sería linchada a palazos y pedradas!

Sí, desayunaron como habitualmente. Al finalizar, Teodoreto les pidió a todos los miembros de la arcaica comunidad que no se levantaran porque tenía que comunicarles las acciones del día. Con una arenga más subida de tono de lo habitual, de pie, casi rojo de la furia, el monje cincuentón, soltando escupitajos de rabia, juró ante su helénico Dios que la amenaza que le habían comunicado sobre el desalojo policial, sería repelida aguerridamente, hasta lanzándole los pesados iconos sagrados a los infieles, si fuera necesario.

Después de mandar a preparar la defensa con la mayor cantidad de objetos contundentes, barricadas y luego de explicarles a sus monjes cómo se preparaba un cocktail molotov, Teodoreto quien había servido en el ejército griego antes de ordenarse y contaba con suficientes conocimientos para regir una pequeña defensa a un asedio policial, se retiró a sus aposentos.

A media mañana y con el sol mediterráneo calentando los huesos, se oyeron sirenas de policía en stereo y un golpeteo nervioso en la rústica puerta de madera. Era Melecio, el monje de más alta confianza del fundamentalista Teodoreto, quién lo solicitaba alzando la voz lo más que le era posible sin llegar a gritar. Al regidor de Esfigmenu, le bastaron pocas palabras, para coger una larga vara metálica y salir corriendo dispuesto a partirle el cráneo a cualquier policía que se le atravesara.

Sacando medio cuerpo por el balcón del alto acantilado donde se encontraba el monasterio, vio cómo se estacionaban unas cuantas furgonetas policiales y de él bajaban decenas de policías. Los agentes del orden, confiados en que desalojar a unos pobres y viejos religiosos, no sería excesivamente problemático, apenas contaban con su uniforme y armamento reglamentario.

Los quince minutos que siguieron hasta que la policía logró subir fatigosamente los cientos de pequeños escalones desde la playa hasta la cima del monte donde queda el emplazamiento de Esfigmenu, fue más que suficiente para que la totalidad de los anacoretas se prepararan de tal manera que desalojarlos se convertiría en una cuestión de sudor y sangre.

Se escucharon las presentaciones y formalidades legales del jefe de la operación que anunciaba la consabida desagradable decisión del juez de instrucción griego, a lo cual sólo se escucharon improperios, insultos y amenazas. Tanto mejor que no se les ocurriera a estos perros de la ley hacer ingresar a una mujer en el recinto sagrado o se verían obligados a apedrearla hasta morir.

Dicho lo cual, unos atónitos policías vieron como caía cerca de ellos una bomba molotov, que los hizo cagarse en la madre de todos aquellos fanáticos ortodoxos. Recularon un poco. No conforme con eso, otras tantas llamaradas surcaron la distancia entre el balcón de la abadía y su entrada. Ante esta creciente hostilidad, los cuerpos policiales entendieron que no sería precisamente fácil dialogar con esta gente, que sólo obedecía a sus propios preceptos. Trajeron la tijera hidráulica y rompieron la vieja cadena que sujetaba la puerta, sin embargo al intentar entrar se encontraron con una barricada de obstáculos de madera y muebles que los monjes habían terminado de colocar.

Mientras los agentes intentaban deshacerse de aquella basura, una lluvia de palos y piedras cayó sobre ellos. Acto seguido Teodoreto alzó la voz y utilizando el eco de las paredes longevas del monasterio les anunció a los policías que ya podían irse por donde vinieron porque no habría ninguna fuerza del orden público que lograra sacarlos vivos de allí.

El jefe de la operación se lo planteó de nuevo. Miró a sus hombres desprotegidos y para colmo, poco moralizados debido a los fuertes recortes de austeridad por los que atraviesa el país heleno. Dio un profundo suspiro y oteó la estrecha bahía que abrazaba al Mar Egeo y mientras lo comunicaba por radio a sus superiores, otra andanada de madera, piedra, tablas y viejos objetos contundentes almacenados por años en alguna vieja alacena monacal, cayó sobre él y sus hombres. Sólo alcanzaban a ver anchas mangas negras, manos nudosas con grandes anillos y una que otra barba entre blancas y grisáceas.

Por fin dio la orden. Retrocedieron agradecidos. Y es que no se puede intentar desalojar de su hogar centenario a un ejército de viejos fanáticos fundamentalistas sólo con una orden y un franco poder de negociación. Por esta vez, Teodoreto y su ortodoxo Dios lo habían logrado. Pero los monjes sabían que no podrían resistir hasta la Eternidad, sin embargo, de Esfigmenu no saldrían vivos. De eso, ya habían realizado los votos.

«De Javier Montes de Oca»