Paseos por Javier Montes de Oca

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Sólo me restaba el olfato para guiarme por aquellos pútridos lugares, evitando el tufo a sudor y a alcohol que reinaba en aquellos festivos agujeros.

Se desliza mi sombra por un recoveco ansioso de la bulliciosa ciudad. Es sábado por la noche y los grupos que van como noctámbulos están de farra. Tantos seres que se mueven como por inercia, perdidos, el alcohol y quien sabe que otras sustancias circulando con desmesura por sus torrentes.

Los observo, tan ausente, tan ido. Se divierten, o al menos, eso aparentan. El clima benévolo lo favorece y los grados de alcohol también. Yo entretanto ya me he escurrido por callejuelas, y las suelas de mis zapatos viejos han pisado, sin querer, el orine. Laberíntico barrio que debo de atravesar, sin saber ni por qué. Alguien me lo ordena y yo no le quiero obedecer, pero igual continúo. Vecinos que entran a sus humildes casas. Parejitas que van queriéndose, quizás sólo por esa noche. Europeas del norte desatadas, aprovechando las que quizás sean sus únicas vacaciones del año, perdiendo cualquier tapujo que ocasionalmente pudieran tener en sus nórdicas latitudes. Es más lo que reflexiono y analizo que lo que observo. Me limito a otear a los transeúntes con el rabillo de un ojo aprensivo y luego, sólo luego, comienzo a armar conjeturas en mi interior.

Pese a ello, mi paso firme no se amilana, bordea los umbrales de los edificios, plazas y callejuelas rumbo al lugar intangible que siempre quise. El alma no se lo plantea dos veces antes de desbordarse, de verter su cálido contenido hacia el frío exterior. Eructa como un cúmulo de energía repleta y llena esas calles centenarias del centro con sus colores, sus matices, sus irradiaciones. Creo que estoy a punto, poco a poco se me nubla la vista y ya no reconozco más los rostros multiétnicos que se me cruzan.

A pesar de que sé que estoy desfalleciendo, un gozo me va brotando de los poros, formando una película invisible a los demás, pero que corroboro con toda seguridad que allí está, pegajosa a mi vieja piel. ¿Será que soy ahora como una serpiente que muta su pellejo en pleno arrabal por una magnífica nueva piel iridiscente? Esto es surreal, recuerdo haber pensado.

Ya no me quedaba más por hacer, pero por un instinto animal, saqué una pequeña botellita de agua de mi bolsillo y me la llevé a mis labios febriles, agrietados. Bebí de ella, esperando quizás recomponerme hasta llegar a un sitio más digno. Nada. Ya estaba casi ciego y sordo. Sólo me restaba el olfato para guiarme por aquellos pútridos lugares, evitando el tufo a sudor y a alcohol que reinaba en aquellos festivos agujeros. Justo cuando pensé que me recuperaba de alguna manera, el alivio llegó efectivamente, pero en forma de vahído fulminante, definitivo. Sentí como mi cuerpo pesado golpeaba sin dolor el pavimento y cientos de colores emanaban de mi cuerpo entremezclándose en el éter reconstruyendo mi silueta justo encima de lo que segundos atrás, había sido yo.

Ya con tantos colores y a la vez tan invisibles, elevándome unos cuantos metros, observé a aquellos transeúntes fiesteros deteniendo su juerga para ensayar una perfectamente inútil reanimación de mi ahora cascarón inerte en aquel barrio infecto. Yo, aliviado, reí hasta el cansancio, a sabiendas de que nada de lo que hicieran podría devolverme a ese injusto e incomprensible mundo de mierda.

«De Javier Montes de Oca»